miércoles, 28 de septiembre de 2011

TIMKUS ,EL CAMALEON QUE NO PODIA MIMETIZARSE

En la margen suroeste de la selva amazónica, el primer lunes de la primavera, nació Tinkus. A diferencia de los otros camaleones bebés de la maternidad, él no podía cambiar de color. Sin embargo, por muy evidente que eso fuese, sus padres no se dieron cuenta. Quizá estaban tan felices por traer un hijo al mundo que les impedía ver cualquier defecto. O quizá fue otra la razón, porque no sólo ellos lo pasaron por alto, sino también la matrona, los enfermeros, las pacientes y las visitas. Lo más probable es que haya sido la costumbre. Mimetizarse con el entorno estaba tan asumido como respirar. Sólo hacían ciertas referencias al color cuando necesitaban indicar la ubicación de algún amigo o pariente.
—Ése de allí, el que se parece a la hoja marrón con turquesa es mi hijo. ¿Cuál es el tuyo? —preguntó una señora con bata azul.
—El mío es… el de la hoja sin color —respondió orgullosa la madre de Tinkus, sin darle importancia al defecto de la hoja.
Sorprendida y preocupada por aquella contestación, la señora azul agregó:
—Qué raro, nunca había visto una hoja sin color. Por un momento pensé que era morada con verde. Creo que debo ir al oculista.

Los años pasaron y aquello que sus padres y los demás adultos no vieron, los ojos de algunos niños lo exageraron: “Tinkus es un monstruo, Tinkus es un monstruo”, repitieron una y diecisiete veces más durante el recreo del primer día de escuela. Tinkus, sin entender por qué lo insultaban, retrocedió… hasta topar con el borde de un charco. Cuando sus compañeros estuvieron a punto de desenroscar sus lenguas para empujarlo, el profesor los sorprendió:
—¿¡Qué está pasando aquí!? —dijo el maestro más serio que de costumbre, conteniendo su enfado.
Los pequeños camaleones se pusieron tan pálidos del susto que, por un instante, creyeron que habían cogido la enfermedad de Tinkus y, pensando que era un castigo divino, se desesperaron por pedir perdón.
Los niños prometieron ser buenos compañeros y así lo hicieron, aunque sólo en apariencias. A partir de ese día, jugaron con Tinkus, es cierto, pero únicamente al escondite.

Tinkus dejó de salir a los recreos. Le valía un pimiento el poder mimetizarse, sólo quería ser como los demás… o que ellos fuesen como él. Una tarde, regresando de la escuela a su casa, Tinkus se tumbó junto a un arbusto de fresas y lloró todas las lágrimas que había almacenado. Después, exhausto, cayó dormido con la esperanza de que sus deseos se hicieran realidad.
Uno de los estudiantes, al pasar cerca del arbusto, se quedó boquiabierto.
—¿Tinkus? ¿Es Tinkus? ¡Milagro, es un milagro, puede mimetizarse!
Los gritos escandalosos de aquel niño despertaron a Tinkus.
—¡Sí, es verdad, es un milagro, puede mimetizarse, puede mimetizarse! —gritaron todos los que acudieron ante la buena nueva.
Tinkus se sintió el ser más feliz de la tierra. La turba lo alzó en brazos con la intención de llevarlo a la plaza principal y festejar. Sin embargo, cuando se distanciaron del arbusto de fresas, su color de piel no cambió, ¡seguía con los puntos rojos!
Maldito sarampión.
Tras diez días en cama, el cuerpo de Tinkus mejoró. Su esperanza continuó maltrecha por mucho más tiempo.

Los dos únicos doctores de aquella sociedad camaleónica analizaron exhaustivamente la incapacidad de mimetizarse de Tinkus. Ambos profesionales coincidieron en el diagnóstico: “¡Caramba, qué suerte que no es contagioso!”
Qué ineptos. Qué poca vocación. Qué falta de tacto. Tinkus dejó de confiar en los médicos y, previamente, había perdido la fe en la suerte al comprobar que un deseo no se hace realidad tras dormir. Pese a todo ello, aún le quedaba otra convicción. Una antigua leyenda decía que, al pasar la zona de la jungla dominada por las brujas, vivía un grillo sabio dedicado a ayudar a quienes el mundo consideraba incurables.
Tinkus no sintió ningún temor mientras se internaba en la parte más tenebrosa de la selva. Miraba hacia los rincones con ilusión, con los ojos saltones. No buscaba al Grillo. Deseaba que apareciese una de esas brujas en las que creía fervientemente. Le daba igual que fuese horrible o hermosa, siempre y cuando le lanzase un hechizo que resolviera su problema.
Para su desconcierto, no apareció ninguna.

Al tercer amanecer, se dio por vencido, pero, afortunadamente, ya había andado lo suficiente. En el instante que iba a dar media vuelta para regresar a la comarca, Tinkus alcanzó a ver algo que le llamó la atención. Avanzó once o doce pasos… ¡una posta médica! Recordó que en la leyenda se mencionaba a Grillo,  que al parecer era real.
Como aún era muy temprano, sólo estaba la enfermera que le indicó que tomara asiento. A los pocos minutos entró a la sala de espera un Color. Tinkus, venciendo su timidez, saludó:
—Buenos días, Color Verde.
—Mi nombre es Color Rojo, pero hoy desperté así.
Al poco rato, llegó otro paciente al que Tinkus también saludó:
—Buenos días, Gusano.
—Yo soy Cien Pies y no sé por qué se me han encogido los miembros hasta el punto de desaparecer.
En eso, la enfermera dijo:
—Ya llegó el curandero. Por favor, que pase la lagartija.
—¡Yo soy un camaleón! —exclamó Tinkus indignado.
Cien Pies y Color Rojo no pudieron contener las risas.

Después de escuchar la historia de Tinkus, Grillo sacó del baúl un libro muy antiguo. No lo leyó. Ni lo abrió. Prefirió utilizarlo para apoyar los codos y hablar con mayor comodidad:
—Puedo recetar remedios para curar la lepra, la fiebre amarilla o una gastroenteritis, pero no para que dejes de ser tú mismo. Tu personalidad está moldeada por tu peculiaridad. Aprovéchala. Si no eres como los demás, por qué hacer las cosas como los demás. Estarías en desventaja. Hazlo de la manera que esté en tus manos.  Nuestra parte física está relacionada…
Tinkus lo miraba con una atención tan, pero tan profunda, que incluso parecía que no lo estuviese escuchando.
—¿Me estás escuchando?
—Sí, señor.
—Bien, porque debes saber cómo conocerte para así aprovechar lo que tienes. Ahora, hagamos una pausa y revisemos tu cuerpo. A ver, saca la lengua.
¡Qué imprudencia! Antes de terminar de decir “lengua”, el Grillo había desaparecido. Todo sucedió tan rápido que incluso Tinkus lo buscó debajo del escritorio, porque no se dio cuenta de lo ocurrido hasta el momento en el que se le escapó un eructo.

—Tinkus, escúchame —ordenó una voz muy grave.
Tinkus miró a su alrededor y no vio a nadie. Extrañado, reanudó su camino.
—¡Escúchame! —resonó la misma voz con mayor intensidad.
A Tinkus casi se le salieron los ojos del asombro. Le habían dicho que un día oiría la voz de su conciencia, pero nunca imaginó que sonaría tan real.
—¡Auch! —exclamó Tinkus al recibir un golpe en el estómago por dentro.
—Presta atención. No tengo mucho tiempo. Los jugos gástricos pronto harán su trabajo —explicó Grillo tras darle el puñetazo.
—¿Es usted, señor curandero? Perdóneme, no fue…
—Shhh. No hay nada que perdonar. Eres un camaleón y los camaleones comen insectos.
Tinkus, sin culpa pero con pena, siguió escuchando:
—Para conocerte, borra de tu mente a todos los seres y las cosas que te rodean. Es fácil cometer el error de definirse por comparación. Uno se considera débil, alto, mejor o peor en relación a alguien o a algo, y de esa manera sólo verás a quien usaste para conocerte; no te verás a ti. Si quieres conocerte, cierra los ojos. Después, ábrelos. Es conveniente observar el entorno, sí, pero para aprender, no para ser.
Las palabras de Grillo sobrevivieron.

Durante los siete días que duró el viaje de regreso, no paró de llover. Pese a ello, Tinkus se sentía radiante y a gusto consigo mismo. Había descubierto una manera distinta de ver las cosas gracias a los consejos del curandero.
Cuando  la lluvia cesó, apareció un arco iris. Tinkus lo contempló hasta que se desvaneció. Repleto de entusiasmo, pensó que si un pedazo de aire era capaz de tener colores, ¡cómo él no iba a poder plasmarlos en su cuerpo!
En secreto, día tras día, mes tras mes, practicó con centenares de litros de pintura hasta convertirse en un maestro en el arte de mimetizarse. No sólo tuvo la destreza de camuflarse como los demás de su especie, sino que incluso logró parecerse a los depredadores de sus depredadores, convirtiéndose en el protector de su comarca.
Era dichoso. No porque todos lo admirasen. No por haber conseguido mimetizarse. Era dichoso porque había vuelto a creer en la suerte, al toparse con el Grillo; en los conocimientos, al recibir sus consejos; y en la magia, la que sentía mientras se pintaba
 

martes, 27 de septiembre de 2011

"EL CACHORRO Y EL TIGRE"
Un cachorro, perdido en la selva, vió un tigre corriendo en su dirección. Comenzó entonces a pensar rápido, para ver si se le ocurría alguna idea que le salvase del tigre. Entonces vió unos huesos en el suelo y comenzó a morderlos.
Cuando el tigre estaba casi para atacarle, el cachorro dijo en alto:
- ¡Ah, este tigre que acabo de comer estaba delicioso!
El tigre, entonces, paró bruscamente y, muerto de miedo, dió media vuelta y huyó despavorido mientras pensaba para sí:
- ¡Menudo cachorro feroz! ¡Por poco me come a mi también!
Un mono que había visto todo, fue detrás del tigre y le contó cómo había sido engañado por el cachorro. El tigre se puso furioso y dijo:
- ¡Maldito cachorro! ¡Ahora me la vas a pagar!
El cachorro, entonces, vió que el tigre se aproximaba rápidamente a por él, con el mono sentado encima, y pensó:
- ¡Ah, mono traidor! ¿Y qué hago ahora?
Comenzó a pensar y de repente se le ocurrió una idea: se puso de espaldas al tigre y cuando éste llegó y estaba preparado para darle el primer zarpazo, el cachorro dijo en voz alta:
- ¡Será perezoso el mono! ¡Hace una hora que le mandé para que me trajese otro tigre y todavía no ha vuelto
!

PREGUNTAS:

1 ¿quienes  son   los   personajes  principales?
    -cachorro
    -tigre
    -mono
     
2 ¿en  donde  se  desarrolla  el  relato?
     en la selva

3 extraiga  las  palabras  desconocidas  y  anote  su  significado.
 - despavorido :Lleno de pavor.
 -menudo :Pequeño, chico o delgado.
  -zarpazo:Golpe dado con la zarpa.
 -perezoso:Negligente, descuidado o flojo en hacer lo que debe o necesita ejecutar.

4 que  pretende  explicar  el  autor  del  relato?
  que devemos ser astutos cuando estamos en peligro o en un apuro

lunes, 26 de septiembre de 2011

IDEAS PRINSIPALES DEL" CAMARON ENCANTADO"

Allá por un pueblo del mar Báltico, del lado de Rusia, vivía el pobre Loppi, en un casuco viejo, sin más compañía que su hacha y su mujer. El hacha ¡bueno!; pero la mujer se llamaba Masicas, que quiere decir "fresa agria".Ella nunca se enojaba, por supuesto, cuando le hacían el gusto, o no la contradecían; pero si se quedaba sin el capricho, era de irse a los bosques por no oírla. Se estaba callada de la mañana a la noche, preparando el regaño, mientras Loppi andaba afuera con el hacha, corta que corta, buscando el pan

EL CAMARON ENCANTADO

                            

Allá por un pueblo del mar Báltico, del lado de Rusia, vivía el pobre Loppi, en un casuco viejo, sin más compañía que su hacha y su mujer. El hacha ¡bueno!; pero la mujer se llamaba Masicas, que quiere decir "fresa agria". Y era agria Masicas de veras, como la fresa silvestre. ¡Vaya un nombre: Masicas! Ella nunca se enojaba, por supuesto, cuando le hacían el gusto, o no la contradecían; pero si se quedaba sin el capricho, era de irse a los bosques por no oírla. Se estaba callada de la mañana a la noche, preparando el regaño, mientras Loppi andaba afuera con el hacha, corta que corta, buscando el pan; y en cuanto entraba Loppi, no paraba de regañarlo, de la noche a la mañana. Porque estaban muy pobres, y cuando la gente no es buena, la pobreza los pone de mal humor. De veras que era pobre la casa de Loppi; las arañas no hacían telas en sus rincones porque no había allí moscas que coger, y dos ratones que entraron extraviados, se murieron de hambre.
 

Un día estuvo Masicas más busca pleitos que de costumbre, y el buen leñador salió de la casa suspirando, con el morral vacío al hombro; el morral de cuero, donde echaba el pico de pan, o la col, o las papas que le daban de limosna. Era muy de mañanita, y al pasar cerca de un charco vio en la yerba húmeda uno que le pareció animal raro y negruzco, de muchas bocas, como muerto o dormido. Era grande por cierto; era un enorme camarón. "¡Al saco el camarón!; con esta cena le vuelve el juicio a esa hambrona de Masicas; ¿quién sabe lo que dice cuando tiene hambre?" Y echó el camarón en el saco.
 

Pero ¿qué tiene Loppi, que da un salto atrás, que le tiembla la barba, que se pone pálido? Del fondo del saco salió una voz tristísima; el camarón le estaba hablando:
 

-Párate, amigo, párate, y déjame ir. Yo soy el más viejo de los camarones; más de un siglo tengo yo, ¿qué vas a hacer con este carapacho duro? Sé bueno conmigo, como tú quieres que sean buenos contigo.
 

-Perdóname, camaroncito, que yo te dejaría ir; pero mi mujer está esperando su cena, y si le digo que encontré el camarón mayor del mundo, y que lo dejé escapar, esta noche sé yo a lo que suena un palo de escoba cuando se lo rompe su mujer a uno en las costillas.
 

-Y ¿por qué se los has de decir a tu mujer?
 

-¡Ay camaroncito! eso me dices tú porque no sabes quién es Masicas. Masicas es una gran persona, que lo lleva a uno por la nariz, y uno se deja llevar; Masicas me vuelve del revés, y me saca todo lo que tengo en el corazón; Masicas sabe mucho.
 

-Pues mira, leñador, que yo no soy camarón como parezco, sino una maga de mucho poder, y si me oyes, tu mujer se contentará, y si no me oyes, toda la vida te has de arrepentir.
 

-Tú contenta a Masicas, y yo te dejaré ir, que por gusto a nadie le hago daño.
 

-Dime qué pescado le gusta más a tu mujer.
 

-Pues el que haya, camarón, que los pobres no escogen; lo que has de hacer es que no vuelva yo con el morral vacío.
 

-Pues ponme en la yerba, mete en el charco tu morral abierto, y di: "¡Peces, al morral!"
 

Y tantos peces entraron en el morral que casi se le iba a Loppi de las manos. Las manos le bailaban a Loppi de asombro.
 

-Ya ves, leñador -le dijo el camarón, -que no soy desagradecido: Ven acá todas las mañanas, y en cuanto digas: "¡Al morral, peces!" tendrás el morral lleno de los peces colorados, de los peces de plata, de los peces amarillos. Y si quieres algo más, ven y dime así:
 

"Camaroncito duro,
Sácame del apuro"
 

y yo saldré, y veré lo que puedo hacer por tí. Pero mira, ten juicio, y no le digas a tu mujer lo que ha sucedido hoy.
 

-Probaré, señora maga, probaré -dijo el leñador; y puso en la yerba con mucho cuidado el camarón milagroso, que se metió de un salto en el agua.
 

Iba como la pluma Loppi, de vuelta a su casa. El morral no le pesaba, pero lo puso en el suelo antes de llegar a la puerta, porque ya no podía más de la curiosidad. Y empezaron los peces a saltar, primero un lucio como de una vara, luego una carpa, radiante como el oro, luego dos truchas, y un mundo de meros. Masicas abrazó a Loppi, y lo volvió a abrazar, y le dijo: "¡leñadorcito mío!"
 

-Ya ves, ya ves, Loppi, lo que nos sucede por haber oído a tu mujer y salir temprano a buscar fortuna. Anda a la huerta, anda, y tráeme unos ajos y cebollas, y tráeme unas setas; anda, anda al monte leñadorcito, que te voy a hacer una sopa que no la come el rey. Y la carpa la asaremos; ni un regidor va a comer mejor que nosotros.
 

Y fue muy buena por cierto la comida, porque Masicas no hacía sino lo que quería Loppi, y Loppi estaba pensando en cuanto la conoció, que era como una rosa fina, y no le hablaba del miedo. Pero al otro día no le hizo Masicas tantas fiestas al morral de pescados. Y al otro, se puso a hablar sola. Y el sábado, le sacó la lengua en cuanto lo vio venir. Y el domingo, se le fue encima a Llopi, que volvía con su morral a cuestas.
 

-¡Mal marido, mal hombre, mal compañero! ¡qué me vas a matar a pescado ¡que de verte el morral me da el alma vueltas!
 

-Y ¿qué quieres que te traiga, pues? -dijo el pobre Loppi.
 

-Pues lo que comen todas las mujeres de los leñadores honrados: una sopa buena y un trozo de tocino.
 

"Con tal, pensó Loppi, que la maga me quiera hacer este favor".
 

Y al otro día a la mañanita fué al charco, y se puso a dar voces:
 

"Camaroncito duro,
Sácame del apuro"
 

y el agua se movió, y salió una boca negra, y luego otra boca, y luego la cabeza, con dos ojos grandes que resplandecían.
 

-¿Qué quiere el leñador?
 

-Para mí, nada; nada para mí, camaroncito; ¿qué he de querer yo? Pero ya mi mujer se cansó del pescado, y quiere ahora sopa y un trozo de tocino.
 

-Pues tendrá lo que quiere tu mujer -respondió el camarón. Al sentarte esta noche a la mesa, dale tres golpes con el dedo meñique, y di a cada golpe: "¡Sopa, aparece; aparece, tocino!" Y verás que aparecen. Pero ten cuidado, leñador, que si tu mujer empieza a pedir, no va a acabar nunca.
 

-Probaré, señora maga, probaré -dijo Loppi, suspirando.
 

Como una ardilla, como una paloma, como un cordero estuvo al otro día en la mesa Masicas, que comió sopa dos veces, y tocino tres, y luego abrazó a Loppi, y lo llamó: "Loppi de mi corazón".
 

Pero a la semana justa, en cuanto vio en la mesa el tocino y la sopa, se puso colorada de la ira, y le dijo a Loppi con los puños alzados:
 

-¿Hasta cuándo me has de atormentar, mal marido, mal compañero, mal hombre? ¿qué una mujer como yo ha de vivir con caldo y manteca?
 

-Pero ¿qué quieres, amor mío, qué quieres?
 

-Pues quiero una buena comida, mal marido: un ganso asado, y unos pasteles para postres.
 

En toda la noche no cerró Loppi los ojos pensando en el amanecer, y en los puños alzados de Masicas que le parecieron un ganso cada uno. Y a paso de moribundo se fue arrimando al charco a los claros del día. Y las voces que daba parecían hilos, por lo tristes, por lo delgadas:
 

"Camaroncito duro,
Sácame del apuro"
 

-¿Qué quiere el leñador?
 

-Para mí, nada; ¿qué he de querer yo? Pero ya mi mujer se está cansando del tocino y la sopa. Yo no, yo no me canso, señora maga. Pero mi mujer se ha cansado, y quiere algo ligero, así como un gansito asado, así como unos pastelitos.
 

-Pues vuélvete a tu casa, leñador, y no tienes que venir cuando tu mujer quiera cambiar de comida, sino pedírselo a la mesa, que yo le mandaré a la mesa que se lo sirva.
 

En un salto llegó Loppi a su casa, e iba riendo por el camino, y tirando por el aire el sombrero. Llena estaba ya la mesa de platos, cuando él llegó, con cucharas de hierro, y tenedores de tres puntas, y una jarra de estaño, y el ganso con papas, y un pudín de ciruelas. Hasta un frasco de anisete había en la mesa, con su forro de paja.
 

Pero Masicas estaba pensativa. Y a Loppi ¿quién le daba todo aquello? Ella quería saber: -"¡Dímelo, Loppi". Y Loppi se lo dijo, cuando ya no que daba del anisete más que el forro de paja, y estaba Masicas más dulce que el anís. Pero ella prometió no decírselo a nadie; no había una vecina en doce leguas a la redonda.
 

A los pocos días, una tarde que Masicas había estado muy melosa, le contó a Loppi muchos cuentos y le acabó así el discurso:
 

-Pero, Loppi, mío, ya tú no piensas en tu mujercita; comer, es verdad, come mejor que la reina; pero tu mujercita anda en trapos, Loppi, como la mujer de un pordiosero. Anda, Loppi, anda, que la maga no te tendrá a mal que quieras vestir bien a tu mujercita.
 

A Loppi le pareció que Masicas tenía mucha razón, y que no estaba bien sentarse a aquella mesa de lujo con el vestido tan pobre. Pero la voz se le resistía cuando a la mañanita llamó al camarón encantado:
 

"Camaroncito duro,
Sácame del apuro"
 

El camarón entero sacó el cuerpo del agua.
 

-¿Qué quiere el leñador?
 

-Para mí, nada; ¿qué puedo yo querer? Pero mi mujer está triste, señora maga, porque se ve tan mal vestida, y quiere que su señoría me de poder para tenerla con traje de señora.
 

El camarón se echó a reír, y estuvo riendo un rato, y luego dijo a Loppi: -"Vuélvete a casa, leñador, que tu mujer tendrá lo que desea".
 

-¡Oh, señor camarón! ¡oh, señora maga! ¡déjeme que le bese la patica izquierda, la que está de lado del corazón! ¡déjeme que se la bese!
 

Y se fue cantando un canto que le había oído a un pájaro dorado que le daba vueltas a un rosa; y cuando entró a su casa vio a una bella señora, y la saludó hasta los pies; y la señora se echó a reir, porque era Masicas, su linda Masicas, que estaba como un sol de la hermosura. Y se tomaron los dos de la mano, y bailaron en redondo, y se pusieron a dar brincos.
 

A los pocos días Masícas estaba pálida, como quien no duerme, y con los ojos colorados, como de mucho llorar. "Y dime, Loppi, -le decía una tarde, con un pañuelo de encaje en la mano, -¿de qué me sirve tener tan buen vestido sin un espejo donde mirarme, ni una vecina que me pueda ver, ni más casa que este casuco? Loppi, dile a la maga que esto no puede ser". Y lloraba Masicas, y se secaba los ojos colorados con su pañuelo de encaje: "Dile, Loppi, a la maga que me de un castillo hermoso, y no le pediré nada más".
 

-¡Masicas, tú estás loca! Tira de la cuerda y se reventará. Conténtate, mujer, con lo que tienes, que si no la maga te castigará por ambiciosa.
 

-¡Loppi, nunca serás más que un zascandil! ¡El que habla con miedo se queda sin lo que desea. Háblale a la maga como un hombre. Háblale, que yo estoy aquí para lo que suceda.
 

Y el pobre Loppi volvió al charco, como con piernas postizas. Iba temblando todo él. ¿Y si el camarón se cansaba de tanto pedirle, y le quitaba cuanto le dio? ¿Y si Masicas lo dejaba sin pelo si volvía sin el castillo? Llamó muy quedito:
 

"Camaroncito duro,
Sácame del apuro"
 

¿Qué quiere el leñador? -dijo el camarón, saliendo del agua poco a poco.
 

-Nada para mí, ¿qué más podría yo querer? Pero mi mujer no está contenta y me tiene en tortura, señora maga, con tantos deseos.
 

-¿Y qué quiere la señora, que ya no va a parar de querer?
 

-Pues una casa, señora maga, un castillito, un castillo. Quiere ser princesa del castillo, y no volverá a pedir nada más.
 

-Leñador -dijo el camarón, con una voz que Loppi no le conocía, tu mujer tendrá lo que desea. Y desapareció en el agua de repente.
 

A Loppi le costó mucho trabajo llegar a su casa, porque estaba cambiado todo el país, y en vez de matorrales había ganados y siembras hermosas, y en medio de todo una casa muy rica con un jardín lleno de flores. Una princesa bajó a saludarlo a la puerta del jardín, con un vestido de plata. Y la princesa le dio la mano. Era Masicas. "Ahora sí, Loppi, que soy dichosa. Eres muy bueno, Loppi. La maga es muy buena". Y Loppi se echó a llorar de alegría.
 

Vivía Masicas con todo el lujo de su señorío. Los barones y las baronesas se disputaban el honor de visitarla; el gobernador no daba orden sin saber si le parecía bien; no había en todo el país quien tuviera un castillo más opulento; ni coches con más oro, ni caballos más finos. Sus vacas eran inglesas, sus perros de San Bernardo, sus gallinas de Guinea, sus faisanes de Terán, sus cabras eran suizas. ¿Qué le faltaba a Masicas, que estaba siempre tan llena de pesar? Se lo dijo a Loppi, apoyando en su hombro la cabeza. Masicas quería algo más. Quería ser reina Masicas: "¿No ves que para reina he nacido yo? ¿No ves, Loppi mío, que tú mismo me das siempre la razón, aunque eres más terco que una mula? Ya no puedo esperar, Loppi. Dile a la maga que quiero ser reina".
 

Loppi no quería ser rey. Almorzaba bien, comía mejor; ¿a qué los trabajos de mandar a los hombres? Pero cuando Masicas decía a querer, no había más remedio que ir al charco. Y al charco fue al salir el sol, limpiándose los sudores, y con la sangre a medio helar. Llegó. Llamó:
 

"Camaroncito duro,
Sácame del apuro"
 

Vio salir del agua las dos bocas negras. Oyó que le decían "¿qué quiere el leñador?" Pero no tenía fuerzas para dar su recado. Al fin dijo tartamudeando:
 

-Para mí, nada; ¿qué pudiera yo pedir? Pero se ha cansado mi mujer de ser princesa.
 

-¿Y qué quiere ahora ser la mujer del leñador?
 

-¡Ay, señora maga!: reina quiere ser.
 

-¿Reina no más? Me salvaste la vida, y tu mujer tendrá lo que desea. ¡Salud, marido de la reina!
 

Y cuando Loppi volvió a su casa, el castillo era un palacio, y Masicas tenía puesta la corona. Los lacayos, los pajes, los chambelanes, con sus medias de seda y sus casaquines, iban detrás de la reina Masicas cargándole la cola.
 

Y Loppi almorzó contento, y bebió en copa tallada su anisete más fino, seguro de que Masicas tenía ya cuanto podía tener. Y dos meses estuvo almorzando pechugas de faisán con vinos olorosos, y paseando por el jardín con su capa de armiño y su sombrero de plumas, hasta que un día vino un chambelán de casaca carmesí con botones de topacio, a decirle que la reina lo quería ver, sentada en su trono de oro.
 

-Estoy cansada de ser reina, Loppi. Estoy cansada de que todos estos hombres me mientan y me adulen. Quiero gobernar a hombres libres. Ve a ver a la maga por última vez. Ve; dile lo que quiero.
 

-Pero ¿qué quieres entonces, infeliz? ¿Quieres reinar en el cielo donde están los soles y las estrellas, y ser dueña del mundo?
 

-Que vayas, te digo, y le digas a la maga que quiero reinar en el cielo y ser dueña del mundo.
 

-Que no voy, te digo, a pedirle a la maga semejante locura.
 

-Soy tu reina, Loppi, y vas a ver a la maga, o mando que te corten la cabeza.
 

-Voy, mi reina, voy. -Y se echó al brazo el manto de armiño, y salió corriendo por aquellos jardines con su sombrero de plumas. Iba como si le corrieran detrás, alzando los brazos, arrodillándose en el suelo, golpeándose la casaca bordada de colores: "¡Tal vez -pensaba Loppi-, tal vez el camarón tenga piedad de mí!" Y lo llamó desde la orilla, con voz como un gemido:
 

"Camaroncito duro,
Sácame del apuro"
 

Nadie respondió. Ni una hoja se movió. Volvió a llamar, con la voz como de un soplo.
 

-¿Qué quiere el leñador?-respondió otra voz terrible.
 

-Para mí, nada; ¿qué he de querer para mí? Pero la reina, mi mujer, quiere que le diga a la señora maga su último deseo; el último, señora maga.
 

-¿Qué quiere ahora la mujer del leñador?
 

Loppi, espantado, cayó de rodillas.
 

-¡Perdón, señora, perdón! ¡quiere reinar en el cielo, y ser dueña del mundo!
 

El camarón dio una vuelta en redondo, que le sacó al agua espuma, y se fue sobre Loppi, con las bocas abiertas:
 

-¡A tu rincón, imbécil, a tu rincón! ¡los maridos cobardes hacen a las mujeres locas! ¡abajo el palacio, abajo el castillo, abajo la corona! ¡A tu casuca con tu mujer, marido cobarde! ¡A tu casuca, con el morral vacío!
 

Y se hundió en el agua que silbó como cuando mojan un hierro caliente.
 

Loppi se tendió en la yerba, como herido de un rayo. Cuando se levantó, no tenía en la cabeza el sombrero de plumas, ni llevaba al brazo el manto de armiño, ni vestía la casaca bordada de colores. El camino era oscuro, y matorral, como antes. Mem­brillos empolvados y pinos enfermos eran la única arboleda. El suelo era, como antes, de pozos y pan­tanos. Cargaba a la espalda su morral vacío. Iba, sin saber que iba, mirando a la tierra.
 

Y de pronto sintió que le apretaban el cuello dos manos feroces: -"¿Estás aquí monstruo? ¿Estás aquí, mal marido? ¡Me has arruinado, mal compa­ñero! ¡Muere a mis manos, mal hombre!
 

-¡Masicas, que te lastimas! ¡Oye, a tu Loppi, Masicas!
 

Pero las venas de la garganta de la mujer se hin­charon, y reventaron, y cayó muerta, muerta de la furia. Loppi se sentó a sus pies, le compuso los ha­rapos sobre el cuerpo, y le puso de almohada el morral vacío. Por la mañana, cuando salió el sol. Loppi estaba tendido junto a Masicas, muerto.